27/7/12

Luis Vea - Nicotina



Nicotina

El tipo sale de la escalera. La puerta da un golpe y se cierra mientras él sonríe. Acerca su mano al bolsillo inferior derecho de la americana y extrae una cajetilla de cigarros de la que entresaca uno. Lo acerca a su boca y, situándolo entre los labios, lo enciende. Cierra los ojos unos instantes mientras el humo penetra en sus pulmones. Baja el escalón que le separa de la calle y echa a andar. Elige con la vista a la primera mujer hermosa que encuentra y la sigue, para ello da una media vuelta extraña que obliga a la mujer a apartarse. Continúa fumando mientras sus pasos se acompasan a los de ella. Transcurridos unos metros, la mujer gira la cabeza y lo encuentra todavía detrás. Él le dedica una mueca, una señal lasciva que parece molestarla. Pasan unos minutos y él se apercibe de que ella extrae de su bolso unas llaves. Se para ante una puerta y encaja el llavín en la cerradura. El hombre se aproxima, la aborda y agarrándola de la cintura hace que a ella se le caigan las llaves. Y mientras se resiste a ser besada, en su ropa va atrapando el olor a tabaco. Se le pega al rostro, a su cuerpo, a sus miembros... Luego él sale corriendo mientras el grito de ella se convierte poco a poco en un rumor. Unos metros después, deja de correr. Vuelve su mano al bolsillo de la americana. Enciende el segundo cigarro. Mira el reloj. Son ya las nueve, hora para muchos de trabajar. Parece pensar en ello. Ríe de modo estridente. La gente le mira al pasar. Se debe preguntar qué harán en la empresa sin él. Sonríe nuevamente y continúa andando. Una lata de refresco se interpone a su paso, le propina una patada y la lata va a parar a un anciano que circula en sentido contrario. El envase debía contener algo de líquido y el anciano se empapa la pernera del pantalón. Éste le afea el acto. Pero el hombre no se detiene, continúa andando mientras el anciano le increpa y va quedando atrás, ya a lo lejos. Lanza la colilla todavía a medio fumar y lo hace con tal fortuna que penetra por la ventanilla de un coche que estaba estacionado junto a la acera. Se oye un grito desde el interior del vehículo. El hombre sigue andando. Camina durante un rato, cruza la calle sin mirar si el semáforo ha cambiado a verde, provoca una sinfonía de bocinazos que enturbian el ambiente. Un coche se detiene y una amasijo de vehículos encadenados chocan uno tras de otro. El hombre los mira sonriendo pero continúa, ríe al llegar a la acera opuesta. La muchedumbre se acumula en la calzada y grita. Poco a poco él se aleja. Tuerce la esquina y ve a dos mujeres que hablan en medio de la acera. Una de ellas se halla en su camino con un carrito de bebé que queda justo en medio. Al llegar a su altura, el hombre agarra el cochecito y lo empuja; la mujer nota la pérdida del carro y grita. Luego hace ademán de abalanzarse sobre él pero éste ya deja atrás el cochecito. Las dos mujeres chillan con ira. De nuevo toma otro cigarrillo de la cajetilla. Nota que es el último. Lo enciende y fuma. Después de unos pasos ve un estanco. Entra en él con intención de comprar, extrae de su bolsillo la cartera. Espera su turno y cuando es atendida la persona que está delante, la dependienta entra momentáneamente en la trastienda y le hace esperar. Viéndose solo, y tras unos instantes, se impacienta. Da la vuelta al mostrador, toma el tabaco que desea y se lo lleva. En el mismo establecimiento lanza la colilla del cigarrillo que estaba fumando y abre el paquete nuevo que ha tomado de la alacena sin pagar. Mira la caja registradora y sonríe  quizá  pensando que podría coger el dinero, pero da media vuelta y tira el envoltorio del paquete al suelo y extrae un nuevo cigarrillo. Abandona el local y sigue andando. Pasa junto al lugar donde trabaja habitualmente en el instante preciso en que uno de sus compañeros sale a la calle. Éste lo ve y le saluda. El hombre lo mira, sigue andando y le brinda una mueca mientras va meneando la cabeza. Por el camino ve una zanja que están cavando unos operarios. A cada golpe de pico se va haciendo más grande el hueco. Junto al agujero hay otro pico. Lo toma en sus manos y se lo lleva. Anda unos metros con la herramienta. La gente que va en sentido contrario le mira. Fuma con una mano mientras la otra sostiene el pico. Pronto ve una oficina bancaria. Se detiene, tira la colilla, sostiene el pico con las dos manos y arremete contra la luna de cristal. El estruendo hace darse la vuelta a todo el mundo. Luego se aparta mansamente, deja el pico en la acera y se marcha sin acelerar el paso, con lentitud. Se detiene unos metros más allá y enciende un nuevo cigarrillo. La gente le señala con el dedo índice. Un guardia urbano le intercepta. El hombre le mira a los ojos y le sonríe. Luego dice las únicas palabras desde que salió de casa:

-¿Quiere un cigarrillo?

El guardia le responde:

-No fumo.


(Del libro Cotidianos, Luis Vea García, Isla Varia Ed, 2008)



Luis Vea. Escritor y poeta nacido en Barcelona en 1966. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, también tiene estudios de Administración y Dirección de Empresas. Ha sido premiado en numerosos concursos literarios. Su labor se ha desarrollado en radio, tertulias literarias, recitales poéticos, colaboraciones periodísticas y literarias y jurado de algunos concursos. Ha publicado las plaquettes: Volcán (Univ. Deusto, 2003) y Transversales (Edición del autor, 2004), el libro de relatos, Cotidianos (Ed. Isla Varia, 2008) y el poemario Hachazo de metrónomo (Ed. Isla Varia, 2011) Actualmente colabora en la revista literaria La Biblioteca Imaginaria y trabaja en un nuevo libro de relatos que se denominará Partes que no componen un todo.

Visite su blog de autor: Madera de náufrago .

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24/7/12

La Paciencia de los Insectos – José Solórzano


Es inusual que el texto literario sea  visto tan solo como objeto de arte, como puro goce estético. Parece urgente para críticos, lectores y autores, justificarlo con razones paraliterarias que le den sentido y dignidad de ser, una especie de razón práctica y utilitaria.

Eso no ocurre siempre con la música o la pintura, a las cuales no se les exige tanto ese “sentido” y mayormente basta para gozarlas y amarlas el solo hecho que nos parezcan bellas.

Quizás los mismos escritores sean responsables en alguna medida de esto, por su autoproclamada clarividencia moral, revolucionaria y testimonial, tanto que el viejo Neruda decía que el poeta debía ser “el cronista de su tiempo”.

Pero cabe preguntarse si en efecto, el texto literario es efectivamente y solamente lo que ese “cronista” quiso decir o por el contrario, ese sentido no existe mientras no se realice en la mente del lector; tal parece que la única manera de actualizar el sentido de un texto es por medio de la lectura.

Si nos inclinamos por lo segundo, la idea de un sentido estático y objetivo del texto sede a la experiencia del lector en el transcurso de la lectura, es decir, el sentido es un evento y no un contenido, la objetividad del texto es una ilusión y el significado lo produce el lector. Pero no confundamos el sentido de un texto con la percepción del sentido.

Esto es más claramente visible cuando escuchamos la novena sinfonía de Beethoven o contemplamos una de las maravillosas “maternidades” de Guayasamín. Con la primera, la experiencia trasciende cualquier sentido objetivo o intención, con la segunda, a pesar del desgarramiento ante el dolor, la exclusión social y la opresión, nos rendimos ante la exquisita composición y cromatismo del pintor. En la música, y la pintura, no solemos subordinar lo que sentimos a lo que comprendemos, en la literatura pareciera ocurrir lo contrario, y buscamos reafirmar en ella eso que nos conmueve y nos hace sentir a través de su “importancia” sociológica, antropológica, política, etc.

Por eso, en la redacción del fallo del jurado del Certamen de Novela Corta CCE de 2011[1], al otorgar el premio a José Solórzano con su obra La Paciencia de los Insectos afirma: “el autor corre un amplio riesgo literario produciendo un texto de lectura exigente, fragmentando la narración en discursos paralelos, los cuales a su vez oscilan entre puntos de vista internos o externos sin que se desarrolle una trama en el sentido convencional”.

Examinemos este fallo y sus afirmaciones.

No es claro para nosotros en qué consiste eso que dijo el jurado relativo a  el riesgo de una “lectura exigente”, aunque el eufemismo podría apuntar a que se trata de un libro “aburrido de leer”, ¿Quién sabe? Lo cierto es que reivindicando el papel del lector en el sentido del texto, toda lectura será exigente en la medida del compromiso del lector con este.

No negaremos tampoco, que existen textos, que ni exigen ni comprometen para nada al lector, que son fácilmente digeribles por él y que están llenos de tramas más o menos estereotipadas y morbosas, para las cuales tan solo basta el hábito de leer y tiempo libre, por lo general nadie asocia la lectura con una “inversión de tiempo que genera gozo” sino como una actividad que “entretiene o aburre durante el tiempo libre”. Eso también sucede con los ejemplos que mencionamos antes en pintura y música, existe gente a quienes Guayasamín y la Novena de Beethoven no les hace comprender ni sentir nada pero sí el reggaetón y las portadas de las revistas aunque no comprendan nada.

Luego se afirma en el fallo sobre el riesgo literario que corre la obra de Solórzano “fragmentando la narración en discursos paralelos, los cuales a su vez oscilan entre puntos de vista internos o externos” Francamente esto es confuso, sería como decir que el ensamble, el videoclip, el collage y las telenovelas arriesgan sus posibilidades de recepción por poseer efectivamente esas mismas características que les son tan propias. No hay riesgo ni novedad en ello.

Pero también se dice en el fallo “sin que se desarrolle una trama en el sentido convencional” Y aquí ya comenzamos a comprender a qué se refiere ese “riesgo literario”. Lectores y Editores por igual no suelen arriesgarse a publicar o leer “cosas raras” o que luzcan impenetrables, o como dice el fallo parafraseándolo: ¿Una novela sin argumento, sin personajes, sin anécdotas, sin diálogos, sin moralejas? ¡Todavía peor! ¿Sin compromiso político, revolucionario, testimonial, antropológico?

¿Entonces qué es lo que da valor y dignidad a esta pretendida novela de Solórzano?

Aclaremos primero que la trama no es lo mismo que un argumento, y que La paciencia de los insectos sí tiene una trama pero no el segundo. La trama apela al tratamiento y la manera en que el autor dice o cuenta algo, se refiere a los recursos narrativos. Si puede existir una novela sostenida en su propia trama prescindiendo de un argumento, esa novela es esta.

En la paciencia de los insectos, el tiempo y el espacio y los hechos mismos se intuyen, pero nunca estarán descritos de manera explícita, inclusive la indefinición entre narrador y protagonista y lector, pues el texto se extiende a veces entre la omnisciencia de un narrador, la interpelación de un tú de un vos, y el intimismo de la primera persona.

Esta novela apela a los escombros y los residuos existenciales de cualquier sujeto, y especialmente a las “Huellas, improntas anónimas en el cemento y papeles descoloridos que barre el viento en los vértices de la calzadas: raíces ennegrecidas, cobijadas por montones de hojas pudriéndose entre latas vacías” en efecto, esta novela nos cuenta dos historias: la primera la del rastro de vida que se queda palpitando en los objetos, que solo se puede olfatear como un sabueso, y la otra, más explícita hacia el final que es la novela de la novela misma.

La dificultad siempre presente de la narrativa es su linealidad, es imposible la simultaneidad y la contemplación de conjunto que sí es posible en la pintura, en la totalidad del lienzo, y luego en sus elementos, su estructura, su composición; en la narrativa el punto de partida es a la inversa comienza en sus partes, en la concatenación de elementos hasta que finalmente los pueda contemplar de manera completa el lector una vez que recorra la consecutividad lineal de las palabras, una por una.

La Paciencia de los Insectos, no pretende esa linealidad, ni el transcurrir de los hechos, parece pedirnos que nos detengamos, que nos posemos en cada párrafo para rumearlo, para fijar esos instantes que están a punto de desaparecer, donde el lector, liberado por fin de un sentido “a priori” participe en la construcción de un significado para esos despojos que el autor supo fijar con maestría e intencionalidad, y ¿por qué no? Para regocijarse en la lectura cuando se vuelve goce estético, y ejecución virtuosa en la prosa de Solórzano.

Una novela que lo único que exige, es lectores exigentes.

Otro afortunado riesgo de Ediciones Lanzallamas.

Germán Hernández


[1] En el primer Certamen de Novela Corta convocado por el Centro Cultural de España en 2011, el premio fue compartido por Breves en el tiempo de Blas Dotta y La Paciencia de los Insectos de José Solórzano. Ediciones Lanzallamas editó ambas novelas en un mismo volumen en su colección Bartleby en ese mismo año.

20/7/12

Jessica Clark - Alfaro para cacique




Alfaro para cacique

Los dos hombres esperaron en la antesala de la oficina del Presidente sin mirarse y sin conversar. Uno de ellos sostenía el maletín ejecutivo defensivamente sobre el regazo.  El otro paseaba de un lado a otro, gastando sus finos zapatos de cuero sobre la gruesa alfombra gubernamental. El miedo no era un estado normal para ellos: los representantes de su firma de asesoría se reunían con ministros y diputados diariamente.  Vestían trajes finos,  explicaban con soltura sus presentaciones digitales, entregaban reportes confidenciales en archivos cifrados.  Los mismos Duque & Quirós rara vez asistían a una reunión y jamás lo hacían los dos al mismo tiempo.  Excepto esta vez, para el Presidente.

La eficiente Secretaria Ejecutiva que trabajaba en una esquina no les mostró ninguna compasión. Notó la discreta luz verde en su intercomunicador y les informó que el Presidente los vería ahora.  Si detectó la mirada de pánico que pasó entre los dos hombres, no fue suficiente para hacer mella en su indiferencia oficial.  Ya estaba trabajando de nuevo cuando entraron a la oficina.


Leonel Alfaro tal vez no iba a ser un gran Presidente, pero por lo menos era entusiasta.  Había ganado las elecciones por un ligero margen porque era el candidato menos abiertamente corrupto.  Sus ambiciones eran más del estilo de la autopromoción descarada: Alfaro veía la presidencia de un pequeño país como el primer paso para una carrera en organismos internacionales y fondos mundiales de comercio.  No le daba vergüenza ser un mojado con credenciales.  Pero sus planes a futuro dependían de hacer un trabajo pasable por cuatro años, de modo que conducía todos sus asuntos bajo el lema super optimista de: “Para unirse al primer mundo hay que dar el primer paso”.

Había convocado la reunión de esta noche para comprender, en los números claros y confiables de Duque & Quirós, por qué ninguno de sus programas de renovación social y reestructuración económica había logrado despegar en casi ocho meses de mandato.

-Hicimos un segundo estudio –reportó Duque– sin costo para la Presidencia, para comprender por qué los conceptos de la campaña no están calando.

Alfaro jugó con su lapicero sobre un escritorio casi completamente despejado.  Le gustaba decir que no era ordenado, si no que tenía la mente brutalmente clara.

-Se me ocurren dos cosas –dijo– Que la gente no entiende la idea o que no les importa suficiente su comunidad.

Duque y Quirós se miraron.

-Nuestros investigadores descubrieron que la población está casi obsesionada con la limpieza y la decoración de sus casas, -dijo Duque- En todas las casas que visitaron el piso estaba siempre pulido a la perfección y todo se mantenía en su lugar.  De hecho, la cera para pisos es con mucho el producto de limpieza más vendido en las zonas urbanas.

-Pero usted tiene razón en cuanto a la comunidad –dijo Quirós– Nuestro estudio muestra que la gente no incluye a sus vecinos en el concepto de comunidad.

Alfaro lo miró con la expresión inteligente y capaz que tenía en todas sus fotos de campaña.

-¿Cómo que no incluyen a los vecinos en la comunidad?

-Piensan en su familia extendida, no importa dónde vivan pero, de la puerta para afuera, la calle es tierra de nadie –dijo Duque.

-Literalmente –agregó Quirós.

-Tenemos que empezar por ahí, entonces –dijo Alfaro–  ¿Qué puede hacer la Presidencia para cambiar eso?

Quirós y Duque cayeron en un silencio profundo.

-La cosa es que tampoco creen en la Presidencia –dijo Quirós luego de varios segundos.

Alfaro detuvo la mano sobre el escritorio.

-¿Cómo así?

-No creen que el Presidente esté relacionado con el país: lo ven como una persona corrupta que le ganó a otras personas corruptas para montar un desfalco por cuatro años.

-Muchos sienten que la vida sigue igual sin importar quién gane las elecciones –agregó Duque servicialmente.

Alfaro tuvo que asentir.  La verdad, dado el historial de sus antecesores, no podía decir que la gente estuviera equivocada.

-Con razón ninguno paga impuestos, -dijo con una sonrisa, pero luego se le ocurrió algo, -¡Pero igual la mayoría votó por mi!

Duque y Quirón asintieron juntos.

-La mayoría de los que votaron, pero eso fue solo el cuarenta y ocho por ciento del electorado.  Y creemos que ellos votaron… ejém… no por el candidato, sino por el partido por el que la familia ha votado tradicionalmente.  Votaron por costumbre.

Alfaro se sentó más derecho en su silla.

-Entonces soy Presidente de la mitad del país y eso solo por inercia.

Los dos hombres permanecieron inmóviles.  Alfaro miró de uno a otro con creciente alarma.

-Con respecto al país –dijo Duque– ochenta por ciento de los entrevistados no reconoce ninguna de las estatuas de héroes de la patria y un número similar cree que el dinero para obras públicas que se recauda nunca es utilizado en ninguna parte.  Quince por ciento sospecha que los botones de los pasos peatonales no están conectados a nada. Un cincuenta por ciento dice que no iría a la guerra por el país porque el país no ha hecho nada por ellos.  Noventa y cuatro por ciento dice que su mayor problema es el crimen y que considerarían armarse para defender a su familia porque no creen que nadie vaya a venir a protegerlos si llaman a la policía.

Con esto Duque & Quirós se sintieron incapaces de completar el reporte y Alfaro tuvo que llegar a la conclusión por su cuenta.

-¿La gente no cree en el país?  ¿Soy Presidente de un montón de familias sueltas?

Quirós se aclaró la garganta antes de hablar.

-Pensamos que el término clanes es más apropiado.

El Presidente aceptó el delgado documento que le dieron y le dio la mano a cada uno de ellos.  No mencionó si volvería a utilizar sus servicios y ni Duque ni Quirós se atrevieron a preguntar directamente mientras los escoltaba de regreso a la puerta.

El Presidente llevó el reporte consigo cuando subió al auto oficial camino a su casa.  Era de noche, pero el tránsito seguía siendo infernal.  Probablemente, bromeó su chofer, era gente que había quedado atrapada en la presa del almuerzo y hasta ahora lograba avanzar.  Alfaro no logró encontrar el humor en la broma.  Estaba mirando hacia atrás, a la hilera de taxis y autos privados que seguían a su escolta policial para saltarse las líneas del tránsito.

Impulsivamente, tomó su teléfono y, con una llamada, se deshizo de los policías motorizados, lo que atrajo una mirada infeliz de parte del chofer, no tanto porque se preocupara por la seguridad de su Presidente, se dijo Alfaro, si no porque acababa de triplicar su tiempo de viaje a través de la ciudad.  En efecto, no bien desaparecieron la motocicletas el auto se vio al final de una larga fila en un semáforo.  Alfaro vio a través de vidrio blindado cómo otro auto pasaba la fila de largo y se detenía tranquilamente justo bajo el semáforo, esperando el cambio para pasar primero, triunfal en su demostración de fuerza.  Otros conductores comenzaron a buscar sus propias soluciones, saliendo a como pudieran de la fila y armando, entre gritos, insultos y bocinazos, una especie de choque en cámara lenta.
 
Y desde su asiento trasero el Presidente comprendió: los autos eran modelos recientes, importados, pero para las personas tras los volantes representaban simplemente una versión más imponente y llamativa de los camellos, caballos o elefantes de sus ancestros.  En la forzada proximidad vial, pudo fácilmente imaginar que en cualquier momento iban  salir las lanzas, los machetes y las cimitarras.

En la esquina, los resistentes basureros triples de metal que habían instalado para reciclar habían desaparecido, reciclados sin duda por las pandillas de la comunidad.  La gente, obediente, había seguido botando la basura en el mismo punto, conmemorando su ausencia.  A la vuelta de la esquina, la calle estaba bordeada de verjas ornamentales, murallas coronadas de alambres barbados y portones cerrados, todos protegiendo fortalezas particulares coronadas de antenas parabólicas, que despedían los destellos amenazantes de los televisores y pantallas de video en su interior.
 
Frente a un muro marcado de coloridos signos territoriales, una pequeña manada de  adolescentes con pañuelos en la cabeza y zapatos espaciales pasaba el tiempo conversando en sus celulares.  Un perro amarillo pintado en la pared les hacía compañía, mostrando dientes como cuchillas.  Sus ojos parecieron encontrar los del Presidente en su auto… y Alfaro comprendió.


Al día siguiente no fue a la oficina. Su secretaria le explicó a los ministros y diputados que quisieron verlo que el Presidente sentía que no valía la pena perder tiempo en el tránsito y que pensaba trabajar desde su casa.  El rumor corrió como pólvora y para el final de la semana los trabajadores de varias empresas comenzaron a hacer lo mismo.  Si el mismísimo Presidente no se atrevía a tirarse a la calle, ¿por qué debían hacerlo ellos?
 
Cuando las compañías se quejaron, Alfaro dijo que él estaba del lado de los trabajadores, siempre y cuando se encontrara un sistema de comunicación apropiado para conducir negocios desde residencias familiares.  Cuatro sistemas revolucionarios fueron patentados antes de que pasaran tres meses.

Poco después, Alfaro comenzó una discreta obra de construcción sobre el techo de su casa.  Al preguntarle un periodista desde la tapia, Alfaro le respondido a gritos desde el techo que estaba construyendo otro patio.

–¿Un patio?

–Di sí, es mi techo –dijo el Presidente defensivamente– no pueden cobrarme mas impuestos si no toco el piso.

Y en efecto, poco a poco los vecinos y los curiosos reunidos afuera de la casa vieron aparecer sobre el amplio tejado caminos de grava, bancos de coloridas flores y hasta dos árboles pequeños, entre los que Alfaro colgó una hamaca.  De hecho, notando la cobertura de medios, el Presidente comenzó a aprovechar las oportunidades para anunciar su propia empresa de patios encimados, vendiendo a un precio “ejecutivo” las tarimas especiales para sembrar y ofreciendo paquetes con diseño de jardines.  Pero el negocio no pegó: a la gente le pareció genial la idea de multiplicar su espacio disponible, pero se las arreglaron con tarimas hechas de materiales de desecho porque nadie quería pagar tarifas profesionales.  Al poco tiempo los suburbios eran una verdadera babilonia de gente en el techo sembrando sus vegetales, haciendo carne asada, subiendo la mecedora de la abuela y dejando a la vieja olvidada arriba todo el día o durmiendo la siesta dominguera en sus propias hamacas ejecutivas.
 
Grupos de jóvenes podían verse peinando las calles en busca de materiales de desecho, que al poco comenzaron a aparecer en ventas más o menos formales.

Tal vez fue el robo descarado de su idea lo que hizo que Alfaro perdiera su relación amistosa con su gente y con la prensa.  Tal vez fue un incidente con una familia de curiosos afuera de su casa, a los que Alfaro pescó dejando caer envoltorios de comida barata en la acera.  El Presidente montó en cólera y, tomando una escoba, corrió a los insolentes a golpes, gritándoles que fueran a ensuciar sus propias aceras y que no fueran tan caraepichas de venir a tirarle su basura a él.  El video –en cámara subjetiva y con el audio sin editar—salió en todas las cadenas de televisión al medio tiempo del partido de la noche y antes del final del juego ya estaba en YouTube.  La gente se reía, pero todos concordaban en que Alfaro no tenía por qué aguantar que nadie le fuera a botar la basura al frente de la casa y muchos admiraron su destreza con la escoba.

Muchas personas sacaron sus escobas a la mañana siguiente y barrieron para darle su apoyo al Presidente loco que se habían echado encima.  Las mujeres en los suburbios siempre habían sido muy diligentes, barriendo el frente de sus cosas todas las mañanas, pero ahora se les unieron los dueños de negocios en el centro y todos los hombres con ira reprimida que buscaban una excusa para volarle un escobazo a alguien.


Al principio, mirando la televisión en sus oficinas, Quirós y Duque admiraron la locura concertada del Presidente, pero a los pocos meses comenzaron a preguntarse si la genialidad inicial no habría sido accidental.  Alfaro parecía haber perdido todo interés en gobernar lo ingobernable.  Frente a los problemas administrativos cotidianos, decidió que cada municipalidad debería funcionar como una empresa privada, con sus funcionarios respondiendo a una junta directiva conformada por el electorado local.   Así fue como Duque dejó la agencia, aceptando la oferta de gobernar su distrito y la oportunidad de hacer rentable un negocio mucho mayor que el suyo.

Quirós, ahora que no tenía que pagar oficinas porque nadie venía físicamente a trabajar, contrató más empleados remotos, que enviaba como asesores, también virtuales,  a otros países.  Le fue bien y comenzó a ahorrar para el colapso inminente. Todos los días aparecía un editorial en pánico en el periódico insistiendo en que Alfaro estaba arrastrando al país del borde de la industrialización de regreso al tercermundismo: los edificios de oficinas estaban dando paso a restaurantes y salones de baile, la mitad del país se enriquecía vendiendo gansos de cerámica, móviles y decoraciones para jardines encimados, muchos vecinos se hicieron guías de turismo y comenzaron a pasar el día paseando gringos por los techos de la ciudad.  Otras personas estaban convirtiendo los antiguos estacionamientos en huertas, porque así pagaban menos por la comida.

La única ley que promulgó el Presidente salió como un pie de un resumen legislativo: una enmienda constitucional declaraba que la corrupción sería ahora considerada traición a la patria y que la pena sería la pérdida de todos los bienes y un viaje gratis a la frontera. Sólo los pescadores empobrecidos de los pueblos costeros notaron las consecuencias, cuando se les comenzó a pagar generosamente para que remolcaran pangas al límite de las aguas internacionales y las dejaran a la deriva, con sus pasajeros bien vestidos llorando con sus corbatas al viento y sus zapatos de tacón en la mano.

Sólo los tramposos más astutos sobrevivieron.  Bajo la nueva administración municipal, comenzaron a pagar por cualquier idea ajena que los hiciera quedar bien en los reportes semestrales a sus comunidades: de pronto un número de burócratas redonditos comenzaron a tener inspiraciones brillantes para celdas fotoeléctricas que bajaban el costo de la energía, o programas avanzados que se vendían en el extranjero por barbaridades de plata.

El público casi se olvidó de Alfaro: parecía que todo el mundo estaba ocupado en su propia loquera, así que Quirós estuvo honestamente sorprendido cuando el Presidente apareció en forma de holograma en la sala de su casa.

- Ya es hora de que comencemos a trabajar en mi estrategia para las Naciones Unidas –le dijo.

-¿Seguro que no quiere quedarse para otro período? –respondió Quirós irónicamente– a como va la cosa, si no lo cuelgan lo nombran emperador.

Alfaro apenas sonrió.

-Más razón para ir buscando la salida –dijo.

-¿Y nos olvidamos de dar un paso para el primer mundo?

La sonrisa del Presidente se amplió ligeramente.

-No estábamos listos para el primer mundo.

-Así que nos lo saltamos –dijo Quirós.

Alfaro rió, viéndose tan optimista y seguro como en sus afiches de campaña.

-Usted y yo nos entendemos.

Quirós estuvo de acuerdo.  Pero meses después, cuando el avión despegó del aeropuerto que conocía tan bien y pudo mirar hacia abajo, comprendió que en realidad no había ni comenzado a adivinar la magnitud de la visión del Presidente.  Bajo sus pies, la tierra se extendía verde: la ciudad capital se había vuelto casi invisible desde el aire.  Nuevos caminos irradiaban desde el centro discreto hacia las pequeñas comunidades a su alrededor.  Era un mundo rediseñado y Quirós se volteó para comentarlo con Alfaro, pero el Presidente miraba hacia delante, absorto en visiones que sólo él podía imaginar.



Jessica Clark. 1969. Ha escrito profesionalmente para agencias de publicidad, programas de televisión y la Embajada de Costa Rica en Washington, DC.

Tiene una Maestría en Literatura Inglesa pero prefiere leer libros con colores primarios en la portada.  Sus principales influencias son los cómics, la música de los 80 y series de televisión muy, muy viejas.  Ha publicado la novela Telémaco (ciencia-ficción), la novela corta paranormal Diagonal y el libro de cuentos Los Salvajes.  Un gran número de sus cuentos ha sido publicado en colecciones dentro y fuera de Costa Rica.  Sus temas principales son ciencia, historia y lo paranormal.

También, su trabajo ha sido recogido en Cuentos del Paraíso Desconocido. España 2008. En Historias de nunca acabar, Antología del nuevo cuento costarricense. 2009. En la Antología Posibles Futuros, Cuentos de ciencia ficción, EUNED. 2009. 

Tradujo al inglés y publicó en Kindle  a Telémaco con el título Sleeper Nine y su continuación Loaded Nine, bajo el seudónimo de Tessa MacCord, resta para completar su Betrayer Saga la tercera entrega en la que actualmente trabaja.

Visite el sitio web de la Autora: http://jessica.bocamonte.cr/

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18/7/12

Sentados - Santiago Gil


Sentados de Santiago Gil, es su última novela publicada hasta el momento por Anroat Ediciones en 2011. La cual llegó a nosotros gracias a la generosidad del autor. Aunque desafortunadamente su obra no está disponible en las librerías costarricenses, es sencillo adquirirla en el sitio web de Anroat Ediciones.

Santiago Gil nació en las Islas Canarias en 1967. Es licenciado en Ciencias de la Información y tiene una amplia  obra impresa donde destaca Por si amanece y no me encuentrasLos años baldíosUn hombre solo y sin sombraCómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianasLos suplentes y Sentados; el libro de relatos, El Parque; la novela corta El motín de Arucas; los libros de aforismos y relatos cortos Tierra de Nadie Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo Una noche de junio. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos y una recopilación de artículos periodísticos que lleva por título Psicografías. Además escribe en su blog de autor Santiago Gil y en Ciclotimias. Y ya tuvimos el placer de publicar un relato suyo en la Convocatoria Permanente de Narrativa titulado Películas

Sentados nos cuenta tres posibles versiones en la vida de Anselmo y Ana, aunque todas ellas desemboquen en el mismo lugar. Sin ruido, sin disonancias, discretamente, con una prosa limpia, brutalmente eficaz y que sabe cómo dejar resonando en cada página el transcurrir de unos personajes, que sin asombro, pero tampoco con estoicismo, en el último vórtice de sus vidas, y en medio de su cotidianidad y su vulgaridad, encuentran la dignidad de existir, aun cuando conocen su desenlace.

Con esta novela Gil nos invita a mirarnos a nosotros mismos, los irreverentes, los eternos, los desahuciados, nos obliga a sentarnos un momento junto a sus personajes y anticipar nuestros propios horrores, miedos y sueños abandonados, nos propone una salida rebelde a una existencia absurda como la llamaría Camus, y a pesar de ello, es imposible no desarrollar una amable y cordial empatía con Ana y Anselmo, con cada uno y con ellos, en la magia de los espejos, en el amor a los perros, en las azoteas y las terrazas, en un Madrid demasiado viejo y lleno de viejos, en un Madrid de inmigrantes y habitantes solitarios.

La singularidad de los personajes de Gil y de sus situaciones es la de cualquiera, es la de todos; escribe como hablándonos al oído, contándonos cosas que ya sabíamos y derrepente, somos nosotros los sentados, los que nos quedamos mirando hacia atrás, los que ya no podemos comprometernos. Esa vitalidad con la que narra, esa capacidad para encontrar la sustancia evocadora y revitalizadora en los objetos del día a día, es también lo que nos impacta en esta novela sobre las costumbres y las vidas de la gente común.

Hay libros que nos gustan de primera entrada, son como una sacudida, y después pasan, después nada. Hay otros que al terminar su lectura, es como si pasaran, pero no, porque comenzamos a toparnos una y otra vez con ellos, no nos dejan en paz, nos acompañan por mucho tiempo, evocándose en cada circunstancia, trascienden en nosotros. Pues bien, en Sentados de Santiago Gil, ocurren ambas cosas, es un libro que nos sacude de primera entrada, y luego nos deja su rastro en cada acto cotidiano, como advirtiéndonos, como reprochándonos que todo esfuerzo por volver la vista y negarse a los designios es inútil, y quizás por ello, imperativo, nos demanda llenar de sentido el breve transcurrir de la vida, antes de que quede sin dejar rastro.

Sentados es una bella pieza plástica, una novela que invito a leer por su depurada prosa, por su capacidad de interpelar a cualquier lector de cualquier condición hasta habitarlo como un recordatorio sobre el devenir y el sentido de la vida. Impecable.

Germán Hernández

16/7/12

Alfredo Cardona Peña - La Niña de Cambridge



1000 Cuentos

La Niña de Cambridge

"Le pusieron "Bessie II" en honor de su madre, y era fina como una caja de música, esbelta como una columna, inquieta y vivaz como una mariposa. Cuando sus ojos, de color verde jade, se iluminaban para transmitir algún pensamiento, provocaban admiración y entusiasmo.

El día que cumplió 15 años le hicieron una fiesta y ella quiso demostrar lo mucho que sabía, no por vanidad, sino para agradecer las atenciones de los sabios.

El doctor Albert Einstein llegó de Princeton y le hizo preguntas sobre mediciones del tiempo con relación al espacio. "Bessie II" las contestó satisfactoriamente-

- ¡Perfecto! - exclamó Einstein con su sonrisa de Jove matemático-, En verdad que Bessie II ha heredado la inteligencia de su antecesora.

("Bessie I", que estaba a su lado, sintió un gran orgullo de madre y parpadeó con su  ojo electrónico.)

Cuando cumplió 25 años, la ciencia atómica ya se había desarrollado enormemente, y "Bessie II"  disponía de un radio de acción mucho más amplio. Ahora trabajaba con varios billones de unidades operativas. Entonces, para celebrar su cumpleaños, llegó el brillante hombre de ciencia Arthur C. Clarke, el cual se dirigió a "Bessie II" en los siguientes términos:

-¿"Podría usted decirme si hay algo trascendental en nuestro cerebro, más allá de toda posibilidad de imitación mecánica"?

"Bessie II guardó silencio unos segundos. Los labios escrutaban su complicado mecanismo. De repente, los ojos automáticos lanzaron dos rayos verdes. Miles de vías conductoras, lámparas-piloto y dispositivos magnéticos comenzaron a transformar la electricidad que salía de su interior, mientras centenares de lamparitas entraban en acción, reproduciendo en un mueble de acero el drama del pensamiento.

Dos muchachas vestidas de azul, tocando cuerdas sobre cajas que parecían pianolas fluorescentes perforaban trozos de papel con signos tan herméticos como los jeroglíficos anteriores a Champollion, y pasaban los trozos a los sabios, que interpretaban, se miraban en silencio, y aguardaban.

Pasaron doce segundos, y Clarke, leyendo el papel que le dio una de las muchachas, gritó:

- ¡No! ¡Ha respondido que no! Entonces... ¡Es posible!

Una simple negación había sido la única, sorprendente, maravillosa respuesta de "Bessie II". Los sabios comprendieron. Se había destruido el abismo que separa a la más adelantada computadora electrónica de la mente humana. Era posible tender un "puente" entre la máquina y el espíritu.

El profesor Alisin Uvanov confirmó el descubrimiento de "Bessie II".

- Señores -dijo- esto es algo maravilloso. Llegamos a solucionar el problema más difícil de la vida y de la muerte: "duplicar" el alma y la razón humanas por medio de aparatos.
Entonces aclamaron a "Bessie II" -maga de Cambridge-, el primer cerebro electrónico creado por el hombre, compartía la felicidad de su hija, pero, al comprender que su reinado había llegado a su fin, no pudo reprimir dos lágrimas de cuarzo, que resbalaron en el interior de su organismo, invisible para los humanos.

Los sabios, entusiasmados, discutieron acerca de las nuevas preguntas y planteamientos que harían a "Bessie II" , y la madre se alarmó. La joven había heredado su genio, sí, pero también una irresistible atracción añ abismo de los números, ese abismo que, como el de las profundidades marinas, arrastra a quien se aventura por sus dominios insondables.

- ¡No! ¡No! ¡Que no le hagan más preguntas! ¿Déjenla descansar! -rogaba desde el laberinto de sus entrañas mecánicas-.

Pero los sabios, absortos en el prodigio, no comprendían el drama que se estaba incubando.

- ¿Qué tal el infinito? -propuso alguien-.

Clarke meneó la cabeza.

-Basta por hoy -dijo calmadamente-; no debemos ir más allá.

Y salió del laboratorio, en compañía de Uvanov. Solo quedó un pequeño grupo de científicos jóvenes. "Bessie II" tenía encendidos sus contractotes, lo que era señal de que estaba dispuesta a seguir trabajando. Sobreexcitada, febril, delirante, como esos luchadores que en plena contienda no desean perder el triunfo a pesar del cansancio, parecía retarlos con sus ojos electrónicos, de color verde jade, que los atravesaban como dos gotas de llameante misterio.

- ¿Qué hacemos? -estaban indecisos, temerosos.

- No debemos perder la oportunidad. Pidámosle una verificación del infinito.

- Es muy  peligroso...

- ¡No! Hay que decidirse. ¡Vamos!

Tras algunas deliberaciones, cerraron puertas y ventanas y resolvieron plantear el problema así: ¿Puede alguien sentir realmente el infinito? ¿Verlo y palparlo con los sentidos, y acariciarlo con la mente?

-¡Manos a la obra!

El mayor de ellos, el más resuelto, agarró el micrófono e hizo la inconcebible proposición. El cerebro mágico pareció estremecerse, y transcurridos unos segundos de angustioso silencio, contestó:

-¡Sí!

Y comenzó a actuar. Su madre, espantada, hizo sonar la campana de alarma. Pero los jóvenes no le hicieron caso, fascinados con la aventura. Desesperada, "Bessie I"  llamó en su auxilio a los ratones de memoria  infalible y bigotes de cobre, que, dentro de un laberinto de cámaras móviles, comenzaron a correr de un lado a otro, locos, lanzando chillidos  como chispas para que "Bessie II" se detuviera. Los ratones pusieron en actividad a la tortuga Grey, que provista de un alto carapacho y de un faro móvil para investigar los contornos, lanzó sus rayos a la desobediente.

-¡Deténgala, deténgala! ¿Se va a matar! - gritaba con sus timbres y tubos luminosos "Bessie I". Los muchachos creyeron que los demás aparatos colaboraban en la búsqueda del infinito. "Bessie II" estaba como fuera de sí. Se diría que una sibila de otro planeta hubiera entrado en éxtasis. Sus miles de lamparillas se encendieron al máximo. Millones de relés desplazaron energía para regular un circuito más potente. El fluido eléctrico circulaba por el cerebro de "Bessie II" en forma de descargas cada vez más fuertes. El material piezoeléctrico (verdaderamente los huesos de aquel cuerpo) empezó a enrojecer. Todo el mundo de engranajes y calculadoras que constituían el sistema interpretativo, multiplicó su dinámica: el cerebro mecánico había perdido el control y vagaba arrastrado por torbellinos inconmensurables de espacio. Avanzaba y avanzaba, devorando universos de trillones de años luz. El laboratorio se pobló de un desagradable olor a ozono. "Bessie II temblaba como una epiléptica.

- ¡Pronto! - Gritó uno de los jóvenes-, ¡Hay que detenerla!

Era demasiado tarde. En un momento el laboratorio fue envuelto por una nube tan cegadora que aterrorizó a los espectadores. Luego "Bessie II" se fue haciendo invisible, desintegrándose ante los ojos espantados de su madre. Había alcanzado el infinito.

Este fue el primer drama auténtico de la cibernética. Los hombres que lo originaron fueron acusados de un delito hasta entonces desconocido: "Crueldad criminal con máquinas pensantes". Todos los códigos penales se apresuraron a inscribirlo, tras las polémicas de orden jurídico que provocó. Porque la humanidad había descubierto un mundo extraño y pavoroso: los reflejos emotivos del automatismo industrial.

En cuanto a "Bessie I" -la anciana de Cambridge-, se afirma que perdió la razón y que está internada en un hospital de psiquiatría especializado. No volvió a reaccionar ante ningún estímulo, perdió la noción del tiempo y de los números, y se pasa la mayor parte del día sumida en un profundo letargo. Un grupo de enfermeras la visita por las mañanas, tratando de enseñarle nociones equivalentes al primer año de escuela primaria. Algo han conseguido, pues ayer dijeron los periódicos que pudo multiplicar por uno, y escribir en una cartulina, con trazo tembloroso: mi hija se izo dios."



Alfredo Cardona Peña nació en San José el 11 de agosto de 1917. Itinerante desde su infancia partió a los 13 años hacia El Salvador y regresó en 1933 a Costa Rica donde Joaquín García Monge editó una antología y lo motivó a probar fortuna en México, donde se desenvolvió como periodista y escritor, conoció a los indispensables de su época y su obra literaria ocupó un lugar tanto allá en México como en Costa Rica, de la que nunca renegó o se distanció demasiado.

Mayormente conocido y valorado como poeta; hay que decir que la obra en prosa de Cardona Peña es de un valor en sí misma y externamente, es de los primeros intentos por romper con el realismo y el agrarismo reinantes en la narrativa costarricense, y mucho más, quizá el más importante antecedente centroamericano junto Alvaro Menén Desleal, en incursionar en el género Fantástico, de Horror y de Ciencia Ficción.

Destacan entre sus obras en prosa: Cuentos de Magia de Misterio y de Horror(1966), Fábula contada (1972), Los ojos del cíclope (1980).

Sincrónicamente, atentos a una estricta cronología histórica, en palabras de Edmundo Valadés, “La Niña de Cambridge” sería “el primer drama auténtico de la cibernética”.

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